viernes, 14 de enero de 2011

Recuerdos de mi niñez: Las copas de galalite.

Este es un relato real, y está dedicado a don Ramiro Moya y a mi amigo Luis Ramiro Moya Arriagada.(Tato).

Comenzaban los años 50. Lo único que llamaba la atención en el pequeño pueblo de Rengo era la llegada del circo en Septiembre. Venían las hermanas Loyola que bailaban cueca y se levantaban la falda hasta la rodilla. Una de ellas se llamaba Margot. La mas coqueta. Su presencia día a día llenaba la carpa.
En las fiestas se escuchaba y bailaba "Botones y moños", "Carnavalito" y "El Baión de Ana".
El Teatro Municipal se vestía de gala para recibir al gran José Bohr, "el chansonier de América", al que acompañaba nada menos que la Tongolele. José, con su sonrisa, bigotillo delgado y su bastón cantaba "Y tenía un lunar en la mejilla, que me hizo exclamar ¡Que maravilla!".

Eran los tiempos en que se creía en la amistad para siempre. De la niñez inocente y sencilla. Yo vivía a una cuadra de la plaza. Justo en la esquina principal de esta, se ubicaba el gran "Almacén Económico". Don Ramiro, su dueño, un hombre jovial, de anteojos, ingenioso y risueño, era padre de mi gran amigo "Tato". Con el compartíamos la lectura de los comics, a veces iba a mi casa y me proyectaba una película de celuloide en pared del comedor: La historia de un león que era salvado por un ratoncito. Y la gratitud de la fiera hacia su pequeño salvador. No nos cansaba verla.

Una tarde al pasar por el almacén, siento la voz de don Ramiro que me llama: "¡Mire Ricardito me llegó una tremenda novedad! ¡Las copas de galalite!" Paso y me muestra una bandeja roja y transparente que portaba 8 copas de tallo blanco y vaso rojo. Curioso, le pregunto: ¿Cual era lo diferente? Rápido me responde: "¡Son irrompibles!" Y toma una y la lanza con fuerza al piso del almacén. ¡Y la copa rebota y no se rompe! Quedé tan asombrado como puede estarlo un niño que recién pasó los 11 años.

Corrí desaforado a mi casa. Y les cuento a mis padres de esa maravilla. Quedaron tan entusiasmados que mandaron a comprarlas de inmediato.


Y nos divertíamos dejándo caer las copas al suelo ante la mirada atónita de quienes nos veían.

Nunca las usamos. Estaban en una mesa lateral, en el comedor de las visitas. Una sala grande, con una mesa de extensión para doce personas, a la cual accedíamos sólo en ocasiones especiales.

Pasó el tiempo. Crecimos. Mi amigo Tato se marchó a Santiago. Iba a estudiar en la IBM. Eran los comienzos de la computación en el mundo. Me lo imaginaba manejando máquinas gigantescas, con miles de tarjetas perforadas. Con robots incluídos.

Dejé el pueblo de Rengo. Mi padre se trasladó a la ciudad de San Fernando. A una casa grandota. Podía andar en bicicleta, sin manos, en el patio trasero.


Las copas de galalite nos seguían acompañando. Y sin ser usadas. De vez en cuando se le limpiaba el polvo.

Cambiamos a una casa nueva, mas central. La casa antigua fue demolida y se hizo una pequeña población en su terreno.

Mi madre se encontró que en la ciudad vivía una ex-compañera del colegio de monjas argentinas de Rancagua. Se visitaban y recordaban sus días de juventud.

De mi amigo Tato, no tenía noticias.

Partí a Santiago a estudiar a la Universidad de Chile. Viajaba semanalmente a San Fernando a ver a mis padres. De a poco, los viajes fueron mensuales. Después, con los primeros amores, se distanciaron mas en el tiempo.

Mis padres estaban solos. A veces hacía visitas sin anunciar. La casa se llenaba de alegría. Mi padre encvendía todas las luces. Comíamos, bebíamos y mis padres bailaban un tango para celebrar.

Para Navidades y Año nuevo, nos reencontrabamos. Cenabamos en el comedor de las visitas. Bebíamos champagne, whisky importado y fumabamos grandes habanos.

Y en la mesita lateral, seguían las copas de galalite.

Una vez que llegué, pasé por el comedor y las copas ya no estaban. Mi padre las había regalado al esposo de la compañera de colegio de mi madre.

Cuando iba a la parcela donde ellos vivían y cultivaban, veía las copas en su bandeja roja en el comedor principal.

Vino el terremoto del 85. Mis padres habían muerto. La casa de San Fernando estaba arrendada. Sufrió algunos daños, que fueron reparados con prontitud. Tiempo después se vendió.

Ya me estaba transformando en santiaguino. Ya no tenía a que ir a San Fernando.
Me recibí de Publicista. Comencé a trabajar. Pasaron muchas cosas.

Un nuevo terremoto asoló al país. Esa terrible madrugada de Febrero 2010.

Recibo una llamada desde San Fernando. Un amigo de adolescencia. Por esas cadenas solidarias aparecen numerosos personajes del pasado, incluyendo uno muy especial. El hijo del dueño de la parcela. Me contaba que todo se les había venido a tierra. Y se me ocurre preguntar por las copas de galalite y me responde ¡Fueron una de las pocas cosas que se salvaron!"

Y me parecíó escuchar una voz desde el cielo diciéndome "¡Son irrompibles, Ricardito. Son irrompibles! Y una risueña carcajada diluyéndose en el espacio eterno...

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Hace unos meses, mi amigo Tato me ubicó a través de mis Blogs. De vez en cuando nos comunicamos por E-Mail, con la misma confianza y aprecio de nuestros días de niñez...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente... además de reirme con la historia, me proyecté cuando visitaba el almacen de mi abuelo Ramiro, pero ya no existian esas copas..., yo iba a comer galletas y sacar dulces de unos frascos de caramelos con puruña... que bellos recuerdos.

Saludos,

Marcelo Moya Krause.